La
luz pura de abril esconde mil cadáveres.
El
poeta se inclina, se descalza,
en
un zapato deja los lentes con cuidado,
y
al final besa el Sena con labios temblorosos
de
lirio, que se entrega musitando los versos
del
más triste poema de amor que se haya
escrito,
entrecortado
por los golpes de agua.
(Las
furias maldijeron su linaje
y
Hitler hizo el resto: lo redujo a cenizas.
Él
se salvó, mas con el alma herida.
¿Quién
podría recomponer la vida
con
el humo de los cuerpos amados,
un
botón inocente, una fotografía;
huir
de la tortura de imaginar sus muertes
en
las grises salas del manicomio?
A
veces, sólo a veces, salvaban las palabras:
los
rezos familiares en hebreo,
las
ingenuas palabras en rumano
llegadas
en socorro de la infancia,
las
amorosas palabras en francés,
y
los versos de Schiller o de Goethe
-demasiados idiomas
para
cantar la angustia un hombre solo-.
Consolaba el amor, inevitable
riesgo,
fulgurante pared de hielo
que
debía ascender para alcanzar el Gólgota).
Desde
que lo abrazara con el último aliento,
no
se puede mirar la piel del Sena
sin
hallar los pétalos morados de sus versos
en
la líquida lengua de ramera
que engulle y regurgita cuanto toca,
como
hizo con el cuerpo maltratado
del
más conmovedor de los poetas.
Elvira
Daudet, marzo 2010